No supo qué hacer con lo ocurrido entre la mañana que la ayudó a maquillarse, y descubrió en ella las pestañas doradas que abanicaban sus ojos, el trazo tímido de sus cejas, la delicada transparencia de su piel ... y el último día que compartieron, cuando no pudo reconocerla vestida de ingravidez. De ella, de aquellos rasgos, apenas un leve rastro, un minúsculo recuerdo, una mota de luz. Su nuevo lenguaje inaudible, como una mancha de susurros discretos, una capa de silencio. Su horizonte extraviado en un lapsus neuronal.
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Desde entonces, un escalofrío lacerante había dibujado la curva de su espalda tatuada con signos de interrogación. En el escote de su blusa pensamientos de color violeta la ayudaron a despedirse sin entenderla. Se equivocó de cajón al colocar sus miedos y confundió el código cuando quiso descifrar los mil millones de instantes desapercibidos de la vida de ella. Ella, intermitentemente exiliada, hilvanada en su red de dudas, ella, escondida en un conjunto vacío, desconectada en una esfera blindada, sin intersecciones.
Oculta bajo la bóveda, una brizna de sol.
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